Ticio Escobar

Ticio Escobar, (Asunción, Paraguay, 1947) es curador, profesor, crítico de arte y promotor cultural. Se desempeñó como Presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Arte-Paraguay, Presidente de la Asociación de Apoyo a las Comunidades Indígenas del Paraguay, Director de Cultura de Asunción y Ministro de Cultura de Paraguay.

Es autor de la Ley Nacional de Cultura de Paraguay y co-autor de la Ley Nacional de Patrimonio.

Ha realizado numerosas curadurías nacionales e internacionales. Tiene escrita una docena de libros individuales sobre teoría del arte y la cultura. Ha recibido condecoraciones otorgadas por Argentina, Brasil y Francia, doctorados Honoris Causa concedidos por la Universidad Nacional de las Artes y la Universidad de Misiones, Argentina, así como diferentes distinciones y premios internacionales.

Actualmente se desempeña como Director del Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro.

El ámbito de mi trabajo es bastante diverso, pero sus distintas líneas se cruzan en algunos puntos buscando vincular, aun brevemente, los diversos enfoques para potenciar las cuestiones apuntadas por estos y afirmar ciertos ejes de reflexión. El arte es uno de esos puntos, específicamente el arte contemporáneo, cuya propia diversidad lo abre a campos distintos, ubicados más allá del recinto resguardado por la forma estética.

Esta exposición parte del cruce de lo artístico y lo contemporáneo. Dado que tales conceptos también se conforman desde distintos lugares disciplinales que hacen a mi trayectoria, los mismos se encuentran signados por sus orígenes teóricos singulares y condicionados por sus encuadres epistemológicos y hermenéuticos varios tanto como por sus alcances diferentes. Cuando hablo de “conceptos” me refiero al intento de detectar provisionalmente unidades de pensamiento que siempre se encuentran en proceso de cambio, interacción y reformulación.

Mi trabajo actual se encuentra fuertemente cruzado por la situación creada por la pandemia de Covid-19, pero en este breve texto dejaré de lado esa perspectiva por razones de tiempo (irónicamente condicionado por mi propio estado Covid, del cual ya estoy comenzando a salir).

La indefinición del arte

El punto de partida, o el punto principal de intersección, es el concepto de arte contemporáneo. Se asume la básica ambigüedad de ese concepto: ni siquiera las teorías más pretenciosas de la filosofía occidental pueden evitar encontrarse con una zona oscura que impide toda claridad categórica. El modelo occidental de definición basado en el género próximo y la diferencia específica zozobra ante un oscuro objeto marcado por el deseo y la extrañeza, descentrado de sí, carente de notas fijas y extensión delimitada. El arte anida siempre un vacío, remite a un no-sé-qué y problematiza su propio objeto: antes que acercar respuestas renueva las preguntas. El enigma, que es su carga o su valor mayor, no depende de lo inescrutable de sus contenidos sino de esa posibilidad de multiplicar continuamente esas preguntas. Es decir, en el hecho de apuntar no a la calma de las significaciones cuanto al inquietante horizonte del sentido Estas operaciones dudosas intensifican la experiencia del mundo, exacerban la sensibilidad y abren caminos nuevos a la imaginación a costa de producir desasosiego y desconcierto.

Los discursos acerca del arte han crecido en la tradición occidental en un terreno escindido por las dicotomías metafísicas que escinden materia y espíritu, sensibilidad e inteligibilidad, sujeto y objeto, materia y forma; y forma y contenido. El pensamiento sobre el arte, inscripto en la disciplina estética a partir del siglo XVIII, se ubica de manera incómoda en el ámbito de la filosofía que debe hacer continua vista gorda a una materia que no termina de ensamblar sus partes en una unidad lógicamente aceptable. El arte siempre termina desembocando en un lugar que no encaja, en una cuestión que no cierra, ante un límite entreabierto al peligro del otro lado.

La figura del arte como instancia superior del espíritu; es decir, el modelo idealista (metafísico, romántico) de arte, colado en la teoría estética, ya no se sostiene ante la emergencia de fuerzas contaminadas por sus condiciones materiales, sus dispositivos técnicos y su dimensión ética o sus compromisos con el poder y su sumisión a la hegemonía de los mercados globales. No se trata de echar por la borda conquistas indispensables para la comprensión de las diferentes manifestaciones del arte, sino de enriquecer los acercamientos a tales manifestaciones incorporando perspectivas diferentes a las acaparadas por el pensamiento occidental tradicional. Esta propuesta se abre a la consideración de epistemologías y regímenes de pensamiento e interpretación diferentes a los de la estética. Por un lado, la crítica de arte, que supone una amplísima variedad de posiciones y acercamientos, constituye un camino indispensable: por lo general la estética filosófica se apoya en puras reflexiones desarrolladas en circuito cerrado, a espaldas de la obra particular y sus condicionamientos específicos. (Solo como ejemplo: cuando Kant y Hegel, los fundadores de la filosofía especulativa moderna del arte, hablan de obras miran las correspondientes a la cultura clásica griega). Por el contrario, la crítica de arte incorpora muy diversas metodologías, perspectivas teóricas y regímenes de pensamiento; cruza con libertad desiguales aproximaciones a la obra sin pretender descifrar sus contenidos, conciliar sus conclusiones ni explicar sus alcances La crítica, hermenéutica básicamente, rodea las producciones específicas del arte atendiendo sus condiciones particulares de enunciación: considerando sus tiempos y sus espacios propios; o reflexionando acerca de la subjetividad de los creadores. Por otra parte, la impugnación del monopolio de la estética occidental se vincula con el pensamiento decolonial, con los aportes de culturas diferentes y con otras formas alternativas de considerar la producción del arte ajenas al régimen héteropatriarcal y a las instituciones regidas en clave de capital financiero. Este camino se vincula en seguida con el ámbito en el que se cruzan el arte y la política.

Las contemporaneidades

El horizonte contemporáneo afecta el arte de manera radical. Por una parte, lo contemporáneo es pensado no como una etapa, que sucedería a la moderna, sino como en enfoque opuesto al de ciertas posiciones modernas. Se trata fundamentalmente de un enfoque de diversidad: diversidad de tiempos, de culturas, de disciplinas, de técnicas y procedimientos, de sensibilidades y de teorías diferentes. Cuestionado el modelo lineal y evolutivo moderno, las temporalidades contemporáneas apuntan hacia distintas direcciones: retroceden, se detienen, saltan el orden de las secuencias, reiteran movimientos ya producidos, perturban el sentido del devenir. Por eso, si resultaba impropio hablar de “modernidades” (se suponía un solo modelo moderno: el eurocéntrico, desenvuelto tras el ideal de progreso, acumulación, ruptura y superación), sí que es posible hablar en plural de “contemporaneidades”, en cuanto éstas suponen diferentes posiciones ante la actualidad: moviliza presentes heterogéneos e inestables. La perspectiva contemporánea involucra distintas culturas, estilos, lógicas y sujetos plantados de manera singular ante sus propios horizontes temporales ante cuyas cuestiones se posicionan asumiendo emplazamientos variables y plurales. No existe, por eso, un modo único de ser contemporáneo ni una manera de concebir la contemporaneidad en clave de novedad, ruptura y transgresión permanentes. Muchas obras que vienen reiterando sus pautas desde hace siglos serán contemporáneas mientras tengan vigencia: mientras sigan vinculadas con significaciones sociales y mantengan la vitalidad de sus expresiones.

Lo contemporáneo se define ante lo moderno en otra cuestión fundamental: la crítica de la autonomía de la forma estética. Toda la saga moderna se desarrolló afirmada sobre la disyunción forma-contenido y crecida tras el predominio del primer término sobre el segundo. La bella forma ha sellado un terreno autosuficiente, regido por sus propias normas y atento más a la coherencia del lenguaje que a la eficacia de los discursos.

Colapsada la hegemonía moderna de la forma estética irrumpen, en la otrora bien custodiada esfera del arte, contenidos temáticos, discursivos y contextuales oriundos de extramuros. Así, se produce la invasión de las narrativas e imágenes provenientes de ámbitos diversos, se vuelven relevantes los cruces de disciplinas forasteras y sensibilidades remotas, y se hace sentir la presión de los contextos sociales y los encuadres históricos, así como se manifiesta la energía de pulsiones creativas movidas fuera de la lógica de las formas. Entonces, aparecen en la escena del arte, realidades extraestéticas e indicios perturbadores del “retorno de lo real”, imposible de ser inscripto simbólicamente. Y, por último, se filtran en tal escena la reflexión sobre de los propios circuitos del arte, sus dispositivos institucionales y la economía de su distribución y consumo.

Esta invasión de contenidos y cuestiones que han logrado burlar el cerco de la forma, provoca la paradoja central del arte contemporáneo. Cancelada la distancia guardada por su círculo, el arte corre el riesgo de perder toda especificidad y disolverse en la planicie de mil significados dispersos: una llanura carente de toda contención formal capaz de contornear, aun provisionalmente, un ámbito singular, sede de notas propias. Por una parte, es incapaz de prescindir de todo trabajo de forma representacional que regule las distancias de la mirada e impulse el deseo. Por otra, no puede volver a enclaustrarse en un modelo de autonomía al cual le ha costado tanto renunciar. No puede hacerlo porque se vería atrapado en la trampa de una esfera autosuficiente, ajena a las ideas, imaginarios y técnicas que condicionan la sensibilidad contemporánea y la vinculan con lo que ocurre más allá del reino de las formas. Este dilema constituye la tensión autonomía-heteronomía, ubicada en el centro de la reflexión y las prácticas del arte. Se trata de una tensión irresoluble de antemano, un indecidible: el juego de sus términos es contingente y depende de situaciones específicas: de tiempos y espacios coyunturales. Si bien el arte no puede descartar el momento de distancia que marca la forma, puede desconocer sus fueros idealizados (metafísicos, trascendentales, románticos) y hacer de esa forma el producto provisional de construcciones históricas, de negociaciones con la materia, la técnica, la subjetividad, la política. Ya no es posible argumentar la forma en los arabescos del espíritu, el gusto consagrado y los modelos establecidos de belleza: la configuración formal, fraguada provisionalmente por la mirada, resulta de lances contingentes mantenidos con la materia, la técnica y los contenidos históricos y subjetivos, así como con los empujes del deseo, las razones desconocidas de la pulsión creadora y las amenazas o las promesas de lo real imposible.

La crítica de la autonomía estética implica el cuestionamiento de un modelo ideal de arte capaz de certificar la “artisticidad” de las obras según categorías fijas, criterios normativos y preceptos canónicos. La obra de arte contemporánea ya no viene refrendada por ideas superiores y principios trascendentales: debe conquistar su “artisticidad” en tiempo y espacios específicos, azarosos: debe desafiar la mirada aquí y ahora. La contingencia radical del arte contemporáneo impide la existencia de contornos definitivos suyos y empuja al arte fuera de sí. Por eso, el arte contemporáneo se caracteriza por la inestabilidad de sus propios límites: su fuerza consiste en traspasarlos en continuos movimientos de ida y de vuelta. Este carácter fluctuante lo enfrenta al desafío de conservar espacios provisionales o más bien de apostarse en posiciones transitorias que le permitan operar con sus dispositivos singulares (la distancia estética, la ironía, la autorreflexión crítica, el juego poético, determinadas maniobras retóricas, etc.), y, simultáneamente, abrirse a imágenes y discursos extraños a sus herméticos espacios tradicionales.

A partir de esta vocación del arte contemporáneo, que podríamos llamar “expandida” para emplear un concepto práctico en la teoría actual, se pueden trabajar determinadas figuras que suponen cruces, intersecciones, conflictos y alianzas de lo artístico contemporáneo: las de política, tecnología, técnica y diferencia cultural.

Arte / Política

Las características propias del hacer del arte, cuestionadoras de su propio objeto, impiden que lo político pueda ser tratado en términos de tema, asunto o referencia. Si el arte discute la persistencia de sus certidumbres, es evidente que un “arte político” no podría ser caracterizado mediante la representación literal de conflictos de poder, de demandas populares o de críticas de la injusticia y la violencia social; expresiones que quedarían sujetas a la puesta en crítica del arte. No se trata de descalificar el valor político de tales expresiones, pero sí de discutir la posibilidad de que la mera denuncia en clave de imagen promueva efectos sobre la estructura social, desde la perspectiva del arte, al menos (bien podría ser útil en clave de estética aplicada a la comunicación, la propaganda, la publicidad o la difusión). El potencial político por excelencia del arte radica en la disidencia: en su posibilidad de cuestionar las verdades establecidas para impulsar el flujo de significaciones que reinventen los perfiles de lo visible e intensifiquen sus vivencias. El arte critica, somete a sospecha y pone en tela de juicio, todo lo que tiene enfrente: la realidad y sus ilusiones, el orden social establecido, las formas de la representación y, en fin: su propio régimen. La tradicionalmente llamada “autorreflexión” del arte expresa la contorsión irónica que hace el arte sobre sí para sembrar dudas acerca de su propio estatuto ontológico, su misma legitimidad y sus alcances.

En un sentido más estricto, el arte impugna el régimen hegemónico de representación, el capitalista financiero, que desvía el destino ético de creación para emplearla como resorte de acumulación, especulación y rentabilidad. La principal tarea del arte político es activar jugadas desobedientes del sistema único propuesto por el mercado global: impugnar el sistema de la transparencia total que intenta aplanar las significaciones del mundo en aras del mejor consumo: en pos de la omnipotencia de la razón instrumental que pretende allanarlo, explicarlo y comprenderlo todo. Resguardar el lugar de las preguntas pendientes significa un gesto de resistencia mucho más radical que ilustrar situaciones, señalar los males del mundo y buscar ante ellos respuestas conciliadoras, aunque impugnen la legitimidad del establishment.

Traer la cuestión política al ámbito del arte (o llevar ésta a aquella) remite a otras dos cuestiones. La primera de ellas se refiere a la institucionalidad, que adquiere especial relevancia como aval y condición de lo artístico actual. El carácter del arte no se encuentra ya definido a partir de categorías ideales ni de cualidades constantes del objeto, sino desde la inscripción de las obras en encuadres institucionales que organizan su creación, circulación y consumo. Cuando la belleza deja de ser criterio para determinar el carácter de lo artístico y cuando cualquier hecho o cosa puede detentar ese rango, es el “sistema de arte” (museos, ferias, colecciones, crítica especializada, galerías bienales, publicaciones, etc.), la poderosa maquinaria política, cultural, financiera y comunicacional, la instancia encargada de otorgar ese título. Obviamente, ese gigantesco engranaje se encuentra comprometido con los intereses de capitales trasnacionales, pero en el ámbito de la creación, las instituciones no deben ser comprendidas como unidades homogéneas: el sistema del arte cobija no pocas fuerzas desiguales, disidentes, que señalan rumbos renuentes al sentido único. Por otra parte, la conformación de lo artístico también se juega en circuitos alternativos; en una institucionalidad en parte paralela a la hegemónica, sustraída a los puros intereses del mercado. Esa ambigüedad determina que una porción del arte crítico, ético, político, provenga de instituciones alimentadas por el mainstream o cercanas a su órbita.

La segunda cuestión conduce a un nivel distintivo de lo artístico-político: la dimensión micropolítica. El arte de signo político no se basa tanto en la denuncia directa de situaciones objetivas de dominación cuanto en el intento de impugnar el decomiso capitalista de las pulsiones vitales de creación. Esta resistencia, tan importante como la asumida por posiciones macropolíticas (orientadas a revertir el esquema de poder dominante), debe movilizar la imaginación creadora, los afectos, el deseo y el inconsciente. El vínculo arte/política demanda, así, el involucramiento de subjetividades capaces de inventar las nuevas formas que requiere el arte para resistir la imposición de formas dominantes de subjetivización.

La omnipresencia tecnológica

La vieja relación entre arte y técnica adquiere reformulaciones importantes en un contexto saturado por la imagen digital y en el curso de una agenda marcada por los intereses financieros de la sociedad cibernética. ¿Cómo se pueden pensar las posibilidades de lo artístico (de lo poético, lo crítico, lo estético) en una escena fundada fuera de la tradición del arte y ajena por entero a sus circuitos tradicionales? Ante esta situación resulta interesante rastrear posibles encuentros entre la creación audiovisual actual y las prácticas y debates del arte contemporáneo. El nuevo escenario, conmovido por la expansión del Internet, las redes sociales y la telefonía móvil, promueve la metástasis incontenible de imágenes que rebasan toda experiencia histórica anterior y exigen replanteamientos acerca del sentido de lo imaginario, los mecanismos de la ficción y la vigencia de los códigos simbólicos convencionales. La acelerada fusión intermedial exige reformulaciones a nivel de sensibilidad y del pensamiento y plantea nuevos juicios acerca del valor de la creación y la pragmática de la cultura visual. Alterado el mecanismo mismo de la representación, cambiadas las reglas de su institucionalidad, traspasadas las fronteras entre sus distintos soportes, sometido a los azares de la obsolescencia técnica, el arte se ve forzado a negociar continuamente posiciones y espacios nuevos desde los cuales intentar seguir intensificando la experiencia de las cosas y el alcance de sus vínculos. Este intento requiere la actuación de ciertos expedientes propios del arte: la dimensión crítica, conceptual y creativa, la regulación de la distancia y la vieja vocación disidente, política, del arte que lo lleva a cuestionar toda certidumbre y descreer de toda categorización que busque asignar jerarquías y paralizar la percepción de la realidad en modelos privilegiados. El concepto y la imagen constituyen dispositivos indispensables del arte: la tensión entre ambos debe seguir animando el impulso de la creación, aun en tiempos sobredeterminados por la lógica del tecno-mercado. Esa tensión debe seguir impulsando políticas de la mirada capaces de desclasificar y reordenar, de modo provisional siempre, las categorías que aquietan las preguntas. Heidegger dice que las preguntas por la técnica deben ser planteadas en otro plano que el de la misma técnica: en un ámbito donde su devenir no sea clausurado por respuestas definitivas. Ese espacio, que bien puede ser el de arte, debe ser custodiado en el centro de una escena confundida por demasiadas cifras banales.

Las otras formas del arte

La última cuestión tiene que ver con la emergencia de modalidades diferentes de sentir, pensar y expresar el mundo. Esta cuestión también se encuentra vinculada con la crítica del modelo occidental moderno, autosuficiente y centrado en sí mismo, y se entronca fuertemente con el pensamiento decolonial, enriquecido con figuras, cosmovisiones y discursos diferentes, cuya irrupción ha sacudido vigorosamente el pensamiento sobre el arte formulado por el pensamiento de la estética occidental. Así, el pensamiento y las prácticas feministas y los movimientos disidentes sexuales y de género, así como las conquistas antipatriarcales y anticoloniales, han alterado saludablemente los contornos que ceñían el concepto tradicional de arte. Tomo el caso las culturas indígenas, que son las que trabajo específicamente. Ellas se encuentran libres de la carga metafísica que escinde la estética: no parten de las ideas de sustancia y fundamento ni avanzan unidireccionalmente a través de dualidades que separan definitivamente la materia y el espíritu, lo lógico y lo sensible, el signo y la cosa. El devenir entre los términos diferentes (no opuestos dicotómicamente) permite un fluir continuo entre las imágenes, que cruzan con naturalidad los límites de la representación y apartan ciertos hechos y cosas para volverlos excepcionales en determinadas situaciones (no de una vez y para siempre). El régimen de la institucionalidad del arte se ve desafiado por otros sistemas del “reparto de lo visible” para citar a Rancière.

La crítica decolonial impugna la distinción jerárquica (de origen kantiano) entre el gran sistema del arte (hípercotizado, producto de genios esclarecidos, expresión superior del Espíritu), por un lado, y, por otro, el régimen de las artesanías o “géneros menores”, (artículo de ferias populares, fruto de trabajo manual esforzado, objeto de supersticiones). Esta distinción ha producido una histórica oposición jerarquizada y colonializante entre el ámbito “puro” de las grandes obras (supuestamente exento de contaminaciones materiales y afanes productivos) y la producción pedestre de objetos comprometidos con usos ordinarios u oscuros rituales. Esta distinción corresponde a una herencia solapada del pensamiento kantiano: la autonomía del arte, aun impugnada en términos contemporáneos, sigue trazando las cartografías del privilegio y la exclusión.

El desconocimiento de la autonomía estético formal por parte del arte indígena (como de otros sistemas alternativos de arte) no significa falta de formas. Éstas se encuentran presentes, empujando desde dentro de las densas tramas socioculturales, identificadas con las diversas fuerzas que movilizan los quehaceres sociales. Aunque no actúen separadas del entresijo que conforma cada cultura, las bellas formas impulsan desde dentro los saberes, certezas, creencias y maneras de sentir que mantienen activo el lazo social y renuevan sus argumentos. En las sociedades indígenas, el imaginario mítico ritual, los códigos sociales y las maneras de expresar/ reimaginar la realidad son recalcadas mediante el trabajo de formas sensibles, que nunca actúan de manera autónoma.

Paradójicamente en este punto, se produce una inesperada, aunque quizá breve, coincidencia entre las formas del arte indígena y las del erudito occidental. El modo que tienen aquellas de posicionarse ante su actualidad (ante sus variables presentes) las acerca a posturas críticas del arte ilustrado contemporáneo, reacio a seguir el rumbo único señalado por la hegemonía cultural globalizada. Zafados del círculo de la autonomía formal, diferentes modelos culturales se cruzan en el descampado donde transitan mil formas tratando de mantener la fuerza de sus argumentos sin renunciar a abrirse a realidades heterogéneas que bullen más allá de los cotos trazados por la estética occidental.

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