
Simon Njami es un conferenciante y crítico de arte free-lance, novelista y ensayista. Cofundador y editor en jefe de la revista cultural i, ha publicado dos biografías (James Baldwin, 1991 y Senghor, 2007) y numerosos textos para catálogos de exposiciones y bienales. Njami fue director artístico de la Bienal de Fotografía de Bamako de 2000 a 2010, de la Bienal de Dakar (2016, 2018), de la Bienal de Kampala (2018, 2020) y comisario, junto a Fernando Alvim, del primer pabellón africano en la LII Bienal de Venecia (2007).
Ha comisariado un gran número de exposiciones, como Africa Remix (itinerante 2004, 2007); A Collective Diary, Tel Aviv, 2010; Un rêve utile (Bruselas, 2010) y la primera feria de arte de África, celebrada en 2008 en Johannesburgo. Ha sido asimismo director artístico de las trienales de Luanda y Duala y de la Bienal de Lubumbashi (2000).
Es consultor artístico de AtWork, un proyecto itinerante de Moleskine Foundation, y creador, en 2009 de las master classes de fotografía africana. The Divine Comedy se inauguró en MMK (Fráncfort) en marzo de 2014 y en SCAD (Savannah), también en 2014; African Metropolis en 2018 en el MAXXI de Roma, y I is an Other / Be the Other en 2018 en la Galleria Nazionale, también en Roma. Es editor de la guía de fotografía Just Ask! (2012) y The Journey (2020).
¿La derrota de la cultura?
Vivimos una época extraordinaria. La promesa del fin del mundo lleva tiempo cerniéndose sobre nosotros. Oriente Medio, Oriente, Estados Unidos… el mundo azotado por una pandemia que parece llegar del futuro y, en muchos países, la cultura no forma parte de la lista de necesidades esenciales. El cuestionamiento de la cultura es, sin lugar a dudas, el resultado de una evolución insidiosa que va tomando forma ante nuestros ojos sin que hayamos puesto los medios necesarios para reaccionar. ¿Qué constatamos en este primer quinto del siglo XXI? Obviamente, resultaría sencillo culpar a los estados y líderes mundiales. También resultaría sencillo culpar a la globalización y a la financiarización exacerbadas del mundo. Sin embargo, ¿la cultura está realmente libre de culpa? ¿Ha cumplido su trabajo o tiene cierta responsabilidad respecto a la situación actual? Cuando hablo de cultura, no me refiero, obviamente, a la materia, sino a la forma en que se piensa y se practica; me refiero al sistema, no a los artesanos de este mundo que, como todos los demás, y por desgracia, está politizado y jerarquizado.
¿Cuál ha sido el peso de la cultura en el mundo frente a los numerosos desafíos que han surgido? ¿Ha conseguido invertir el curso inevitable de los acontecimientos en algún lugar o, por el contrario, ha brillado por su ausencia y por su obsesión por defender su propio terreno? ¿Qué nos ha dicho sobre los estudiantes cuyas vidas se han visto truncadas? ¿Sobre las elecciones estadounidenses o los medios de los países occidentales para responder a la pandemia de la COVID-19? ¿Qué nos ha dicho sobre el malestar que se ha apoderado del planeta, pero cuyos primeros síntomas han marcado las últimas décadas? ¿Cómo ha abordado la crisis ecológica? Por lo general, con un silencio. Solo han reaccionado ciertos individuos e instituciones privadas, como si los estados que controlan la cultura hubiesen construido una capa de plomo sobre los cerebros de sus servidores que, temiendo hipotéticas represalias, prefieren doblegarse.
Hace poco tuve una conversación con una amiga artista que afirmaba que el problema más grave al que se enfrentaba su empresa era la falta de poder. Discutimos largo y tendido sobre la propia noción de poder y llegamos a la conclusión de que el poder como tal no era necesariamente el problema. Hay artistas como Damien Hirst que pueden permitirse llevar la batuta en el mercado sin ningún tipo de restricciones. Y si el poder no se pudiese separar del mercado, el problema se volvería insoluble y su resolución se perdería en los meandros de un círculo vicioso infinito. Por otro lado, quizá podamos cuestionar el compromiso de los artistas para contrarrestar el giro que ha tomado el mundo del arte. ¿Existen espacios de resistencia activa en los que intenta surgir un contrapoder viable? Aquí no voy a mencionar a los artistas que dicen ser políticos. La cuestión no radica ahí, como afirma Jacques Rancière:
«Algunos desean que el arte inscriba de forma indeleble el recuerdo de los horrores del siglo. Otros quieren que ayude a las personas de hoy en día a entenderse en la diversidad de sus culturas. Otros explican que el arte actual no produce (o no debería producir) obras para aficionados, sino nuevas formas de relaciones sociales para todos. Pero el arte no sirve para responsabilizar a los contemporáneos responsables del pasado ni para construir mejores relaciones entre las distintas comunidades. Es un ejercicio de esta responsabilidad o de esta estructura; lo es en la medida en que toma en su propia igualdad los diversos tipos de arte que producen objetos e imágenes, resistencia y memoria. No se disuelve en las relaciones sociales, sino que construye formas efectivas de comunidad: comunidades entre objetos e imágenes, entre imágenes y voces, entre rostros y palabras, que tejen relaciones entre los pasados y un presente, entre espacios lejanos y un lugar de exposición».
La advertencia es cruel: el arte no se disuelve, ni debería disolverse, en relaciones sociales. Menos aun cuando estas relaciones se asemejan más a los asaltos de la mundanidad que a los efectos sociales. Cada cual en su lugar debe hacer el trabajo que le corresponde. Y cuando hablo de compromiso, me refiero a una actitud constante que se refleja a la vez en la vida cotidiana y en la producción artística. Un compromiso, fruto de una reflexión y un análisis profundo del mundo, cuyo único portavoz sería la obra. La cultura, tal y como se vive hoy en día, se ha convertido en una máquina elitista que solo concierne a una ínfima parte de los ciudadanos; se ha convertido en un círculo cerrado en el que se juega a las sillas. Se ha alejado de la vida, como escribió Pierre Restany, y de la sociedad. La cultura ya no persigue esa utopía desarrollada por Jacques Rancière que el filósofo francés denominaba «el reparto de lo sensible»:
«Mientras estudiaba la historia de la emancipación de los trabajadores, me di cuenta de que eso no era el paso de la ignorancia al conocimiento, ni la expresión de una identidad y una cultura propias, sino una manera de franquear las fronteras que definen las identidades. Toda mi carrera se ha ocupado de esta cuestión, que más adelante denominé «el reparto de lo sensible»: cómo, en un espacio determinado, uno organiza la percepción de su mundo, vincula una experiencia sensible a modos de interpretación inteligibles» 1Jacques Rancière, Et tant pis pour les gens fatigués, entrevistas.
«Vincular una experiencia sensible a modos de interpretación inteligibles». He aquí una idea que, sin duda, merece que nos detengamos y nos tomemos el tiempo de ponerla en práctica, de activarla, como diría Deleuze, que escribió que un teórico cuya teoría es inútil también se vuelve inútil. ¿Nosotros, los profesionales del arte, nos hemos vuelto inútiles? Me niego a creerlo. La experiencia sensible no debe nada a la razón, sino a otra parte del ser humano que no siempre encuentra una traducción fiel, modos de interpretación inteligibles, por volver a citar a Rancière. En pleno siglo XXI, ¿los hombres de cultura (por emplear esta expresión un tanto anticuada) siguen vinculados a lo sensible o han pasado a otras esferas, olvidando la función orgánica de la cultura en el tejido social que podríamos llamar dibujo o propósito, jugando así en dos niveles de percepción?
Este propósito o dibujo debe ser sin duda artístico, pero sobre todo social, en el sentido de que debe tener en cuenta la evolución de nuestras sociedades consideradas no como entidades autónomas y diferentes, sino como elementos de un todo en el que cada manifestación de la humanidad tendría un papel que desempeñar, a partes iguales. En realidad, se trata de responder a «la cuestión esencial» planteada por Ernst Bloch a finales del siglo pasado: la cuestión del Nosotros mismos. Aunque en principio me parece que un concepto de diseño social se refiere ante todo a la humanidad y a lo humano, representa tanto una causa como una realidad, un estado de cosas y un pensamiento que se proyectan en la observación de la realidad tal como se manifiesta en las relaciones humanas. En los modelos de una sociedad ideal, compartir desempeña un papel crucial. Esta noción de compartir lo sensible que debería estar en el corazón de cualquier proyecto artístico y, por tanto, social.
Existe una brecha entre la organización «oficial», en el sentido gubernamental y la organización endógena que emana de los individuos. Mientras que el primero busca la eficacia administrativa, el segundo se ocupa de una vida cotidiana «trivializada», en la que, día tras día, se forjan los elementos que definirán el espacio social. Cuando Rancière evoca la emancipación de los trabajadores, no puedo evitar establecer un paralelismo con los «condenados de la tierra» (les damnés de la terre) del psiquiatra martiniqués Frantz Fanon, que estableció un vínculo directo entre los proletarios y los colonizados. Las nociones de público y privado son eminentemente conflictivas en la medida en que una pretende limitar las libertades de la otra. Empleando la terminología de Jürgen Habermas 2Jurgen Habermas, L’espace public, Payot, París, 2008, por una parte, existe el pueblo como «entidad privada» y, por otra, el Estado como «entidad pública» o, al menos, como entidad encargada de la gestión de la esfera pública. Las recientes y a veces violentas reacciones a ciertas esculturas erigidas en honor de figuras (el ejemplo de Franco en Santander es una buena representación de ello) cuyas acciones, a la luz del mundo contemporáneo, cuestionaron la representación nacional, ilustran esta fractura entre un proyecto público y uno privado. Por tanto, podemos hablar de una organización exógena aplicada por los poderes públicos, a la que se opone una organización endógena que correspondería a la esfera pública.
Si la ambición de la cultura sigue siendo interpelar a todas las personas, debería preocuparse por redefinir un diseño social que se corresponda con las necesidades del momento, en lugar de perderse en cuestiones egoístas. Para ello, la esfera pública, que, como hemos visto, constituye el campo de interacción entre los ciudadanos y los gestores estatales, debe ser asumido por actores culturales independientes. La referencia ya no debe ser a la relación vertical con los poderes públicos, sino una relación más horizontal, como sugiere Hannah Arendt: «la sociedad es una forma de vida comunitaria en la que la dependencia del ser humano con respecto a sus semejantes, aunque solo sea a efectos de supervivencia, adquiere una importancia pública, y en la que, por tanto, las actividades cuya única finalidad es la conservación de la vida no se manifiestan simplemente en el plano público, sino que pueden determinar también la forma que reviste el dominio público» 3Hannah Arendt, citada por Jurgen Haberman, op. cit.. Esta forma a la que se refiere Arendt es precisamente el ámbito no organizado que a menudo desborda la esfera calibrada del dominio público.
Así, el diseño urbano sería uno de esos desbordamientos en una sociedad vertical, aunque la gente, en general, no tenga voz en las instalaciones que ve florecer en su entorno. Es el modo en que las utilicen lo que determinará la verdadera función de las herramientas diseñadas y aplicadas por tecnócratas encerrados en despachos y recopilando estudios y encuestas que supuestamente ilustran la opinión pública. El diseño urbano, presente en todas las grandes ciudades, se convierte así en una seña de identidad que distingue a primera vista el metro de Nueva York del de Londres, puesto que cada uno de ellos ha desarrollado su propia funcionalidad. En los países no occidentales, sobre todo en África y Latinoamérica, la forma en que la gente utiliza estos instrumentos que están a su disposición es a menudo una cuestión de desviación y reinterpretación. Esta forma de estructuración, al ser «inventada» por quienes son los primeros consumidores, debe por tanto tener ante todo un perfecto conocimiento de su «audiencia», que también podría denominarse clientela o público, para determinar sus necesidades y a continuación encontrar las formas adecuadas que permitan resolver las dificultades que plantea la convivencia, ya que no existe ningún intermediario entre el promotor y el usuario, pues ambos se fusionan.
El lugar del arte en la evolución de la sociedad contemporánea debería ser central, ya que el artista, como ciudadano, podría representar, de forma personal y sin mediación, los estados de ánimo del pueblo, sin presión gubernamental. Es sin duda esta conciencia la que ha estado en el origen, en las últimas décadas, de la eclosión de proyectos personales en forma de instalaciones efímeras, proyectos interactivos en los que el principio de participación es la consigna y la formación de colectivos. A menudo, las obras resultantes de este enfoque adolecen de una voluntad pedagógica inconsciente que, si bien les da una cierta fuerza concreta, a menudo les priva de una eficacia estética. De entrada, el artista se sitúa en un más allá, en una postura de profeta que le aparta de aquellos con los que desea mezclarse.
En las denominadas sociedades emergentes, las cuestiones a las que debe enfrentarse el artista se traducen de manera diferente. Si en Occidente el estatus del artista está más o menos definido, con un sistema de valor, reconocimiento y exposición que lo sitúa en una posición privilegiada; en África el artista no se distingue de los demás ciudadanos, hasta el punto de que la separación que existe en Occidente desaparece y la producción artística está necesariamente en consonancia con las preocupaciones del pueblo, a riesgo, a veces, de debilitar su alcance estético e intelectual. El artista es un ciudadano como cualquier otro y su papel en la sociedad no supera al de un herrero o un dentista, ya que cada uno aporta lo que le corresponde en sus respectivos campos. El arte no puede reducirse a un plan de desarrollo teórico, sino que debe seguir siendo un surgimiento, una realidad que se construye a sí misma, sin un esquema preestablecido. Es el fruto del comercio que los seres humanos mantienen entre sí, en un contexto preciso. En los países denominados «Sur global», esto significa, citando a Homi Bhabha, trabajar sobre la metaforicidad:
«Si en nuestra teoría viajera somos sensibles a la metaforicidad de los pueblos de comunidades imaginadas (migrantes o metropolitanas), descubriremos que el espacio del pueblo-nación moderno no es simplemente horizontal. Su movimiento metafórico requiere una especie de “duplicidad” en la escritura; una temporalidad de la representación que se desplaza entre formaciones culturales y procesos sociales sin una lógica causal centrada» 4Homi K. Bhabha, Les lieux de la culture, Payot, París, 2007, p. 226.
En su teoría viajera, Bhabha se refiere a la horizontalidad intrínseca de las comunidades imaginadas para desafiarla y habla de duplicidad. Es a esta duplicidad a la que debemos prestar atención, porque lleva en sí las contradicciones sin las cuales la sociedad no tiene control sobre su propia evolución. Tampoco existe una «lógica causal», sino un conjunto de micrológicas que, unidas, forman el tejido de una humanidad diversificada. Un mercado, un barrio, el patio de una casa se convierten así en los lugares en los que se fabrica esta estética particular, pues se trata, en efecto, de una estética, no nos equivoquemos, de una estética de lo pequeño, de una estética de la nada que no se traduce en monumentos ni en visualizaciones concretas, sino en una aparente inmaterialidad de la que Occidente ha perdido el secreto. La forma ya no es una entidad palpable y definible, es puro sentimiento, pura experimentación. En la cotidianidad de una gestión social que debe reinventarse cada día. Pensar que, fuera de Occidente, la organización física de la ciudad no obedece a ninguna regla, a ningún propósito ni a ningún criterio tangible, se debe naturalmente a la ignorancia para descifrar la sutil red humana que relaciona ciertas cosas con las demás. Implica no diferenciar lo percibido y lo tangible. «Después de haber ido a descubrir lo que queda de la búsqueda africana de la autodeterminación al cambiar de siglo, nos encontramos de nuevo con las figuras de la sombra, en esos espacios donde se percibe algo, pero donde dicha cosa es imposible de distinguir, como un fantasma, en el punto exacto de la escisión entre lo visible y lo asible, lo percibido y lo tangible» 5Achille Mbembe, On the Postcolony, University of California Press, Berkeley, 2001, p. 241.
Quizá el papel de una publicación como Atlántica radique ahí, en el intento de dilucidar el misterio de la creación y no en mirarse el ombligo. El museo en el que se publica se ha situado desde sus inicios en la encrucijada de diferentes culturas, diferentes estéticas y diferentes filosofías. El esclarecimiento del misterio requiere el uso de todas las herramientas que están a nuestro alcance. Basta con abolir las fronteras mentales y geográficas y considerar al ser humano en su globalidad, lo que se conoce como heterología: que se centra en el atopos, es decir, en un objeto sin ubicación identificada. Porque la heterología, que según Michel de Certeau «es un discurso del otro, que es a la vez un discurso sobre el otro y un discurso en el que el otro habla» me parece la clave que nos permite navegar por el mundo de la alteridad. La heterología es «un arte de jugar a dos bandas, que establece un escenario reversible en el que la última palabra no pertenece necesariamente al sujeto primario del discurso y en el que la crítica no respeta al enunciador, que también puede sufrir sus efectos». Como lugar de experimentación, la heterología asume el riesgo de la libertad de expresión y constituye un magnífico instrumento para intentar «evaluar en un lugar lo que falta en el otro», en palabras de François Jullien 6François Jullien, L’écart et l’entre, Galilée, París, 2012.
Es esta inversión dialéctica en la que «la crítica no respeta al enunciador» la que debe abordar Atlántica.