Matthew Weinstein
Matthew Weinstein es un artista visual que vive y trabaja en Brooklyn, Nueva York. Es el creador de una comunidad de producción de animación 3D por ordenador que le ayuda a poner en pie sus cabarets animados y no narrativos, reivindicando las técnicas y conceptos narrativos de este medio en relación con el mundo del arte. Esa aproximación polimática al descubrimiento de un cosmos estético creativamente integrado pero en constante expansión, incorpora procesos comerciales (plantillas de vinilos basadas en vectores, aerógrafo, patinado de metal, fundición de metal) pero también acuarela, pintura o escritura. En la actualidad colabora con Cornell Tech en una investigación sobre la interactividad basada en la identidad, y prepara un filme de animación inspirado en los escritos de la autora británica Anna Kavan. Weinstein es también colaborador habitual de ARTnews, entre otras publicaciones.
Mi príncipe llega de sus viajes con las manos vacías. Sus perros no.
Sus perros no olvidan nunca traerme regalitos: un llavero de una montaña, unas pequeñas rosas secas en un cuenco de cerámica o el cuadro de una concha hecho de de conchas.
Mi Príncipe quiere hacerme creer que esos regalos son suyos. Yo sé bien que no. Que son de sus perros.
«No hay manera», dice Mi Príncipe mientras dejo que sus gigantescos perros me olisqueen por debajo de la falda. «No hay manera».
LA CANCIÓN DEL PERRO
Mi Príncipe, suelta tus perros gigantes.
Hola, tú, ah tú, y tú.
Gracias por los regalos.
Los pastelitos mochi
Dentro de un tomobako.
La muñequita que funciona con luz solar.
La tabla de cortar y el queso.
Qué considerados sois,
Perros, todos vosotros.
Todos vosotros, perros.
Donde mi cuello está mordido,
Masticado y baboseado,
Os limitáis a clavar el hocico
Y a olisquearme el pelo,
Me entregáis una
Cajita envuelta
Que contiene una cucharita de plata
De Suiza.
Todos vosotros, perros de ojos castaños.
Y tú, el que tiene un ojo azul.
Donde los hombres marchaban delante de mí,
Y me decían,
“No”,
Y me desgreñaban
Y me mandaban a casa.
Tú, y tú,
El del ojo azul,
Me traes una blusa bordada,
De México.
Lo recuerdo:
Estaba enjabonándote
El cuello.
Aclarándote, secándote,
Cuando te sacudiste,
Tu cabeza en movimiento
Parecía tener 100 ojos.
Las gotitas reflejando el sol;
Una crin de estrellas.
Agarro un tenedor y una cuchara tiki gigantes.
La dejaste a mi lado
En una noche sin luna,
Mientras me preguntaba
Cuándo volverías.
Mi Príncipe quería ser escritor o pintor, pero sólo sabía restar, no sumar, y claro: quién necesita lo que ya se sabe sin un arreglito, una pizca de luz, una baratija pintada en primer plano que parezca que se puede sacar fuera de la pintura y sostenerla frente a la luz, o la descripción de un vestido elegante llevado por un personaje secundario, que sigue durante páginas y páginas y sugiere que la mirada parpadeante del autor vive en un tiempo más lento que esos acelerados relojes internos que sólo soñamos con romper en mil pedazos.
«Estás conmigo sólo porque quieres a mis perros», afirmas.
«Tus expectativas son irrealistas», replico. «Por cierto, ¿han comido? Sus miradas son acusadoras».
Los cuadros se alinean por las paredes. Unos cuadros fantásticos. «¿Quién los ha pintado?», pregunto a Mi Príncipe. «Sabes que he sido yo», responde. «Mientes», digo haciendo un guiño cómplice a un tipo marrón, en guardia y jadeante, en la esquina. Sé que el tipo pinta por las noches, por eso duerme hasta tarde. Nada más explicaría un perro que duerme hasta tarde, la nariz reposando sobre una pata extendida, contemplando un haz de luz tan fresca como la mañana que anhela fervientemente pintar.