Kendell Geers
Nacido en Sudáfrica, el artista Kendell Geers cambió su fecha de nacimiento a Mayo de 1968 en homenaje al momento revolucionario en el que la historia empezó a virar hacia la globalidad. Como artista habitante de la zona intermedia entre Europa y África, entre lo mainstream y el underground, Geers defiende, sin concesiones, la visión de que el arte puede cambiar el mundo; eso sí, añade con cierta sorna que “las percepciones, una a una”. Geers crea un tapiz en el que la contracultura de Burroughs se funde con Frantz Fanon y la sacrílega urdimbre de Picabia.

Me desperté de «la enfermedad» a los cuarenta y nueve años, sereno, cuerdo y en un estado de salud razonablemente bueno de no ser por un hígado debilitado y esa pinta de carne prestada tan común a los supervivientes. Hasta aquel momento había seguido los movimientos de vanguardia del siglo XX, esa enfermedad alumbrada por lo inhumano de una situación que era demasiado brutal para la palabra. Los dadaístas, surrealistas, fovistas, expresionistas, cubistas y demás se revolvían contra una insidiosa industrialización que encontró su manifestación más brutal en las dos guerras mundiales. Hicieron trizas todas las formas de representación con el objetivo de lograr la apertura de la imagen y la implosión de las estructuras de la lógica y poner con ello al descubierto los horrores de la guerra de trincheras, el gas mostaza, el fascismo, los dictadores, las bombas atómicas, los campos de concentración y el genocidio.
El ascenso de la fotografía y la propagación de la reproducción mecánica animaron a los artistas a rasgar la imagen con un cuchillo, a arrancar la poesía de su encuadernación y a cortar el texto para exponer crudas las tripas de los horrores infinitos de eso que solíamos denominar realidad.

El papa del surrealismo, André Breton, subió la apuesta con encadenamientos de fantasías cada vez más macabros para abrir a latigazos la imaginación burguesa, herirla hasta el desangramiento total y cicatrizar las heridas que representaban la condición humana. El segundo Manifiesto Surrealista, publicado el 15 de diciembre de 1929, en el periodo de entreguerras, arrancaba con un ultimátum: «Combatimos la indiferencia poética, la limitación del arte, la investigación erudita y la especulación pura bajo todas sus formas, y no queremos tener nada en común con aquellos que pretenden debilitar el espíritu, sean de poca o de mucha importancia».
Más adelante, en el mismo texto, declaraba que «El acto surrealista más simple consiste en tirarse a la calle pistola en mano, y disparar a ciegas sobre la multitud, tan rápido como pueda apretarse el gatillo». El mundo ha cambiado desde entonces, y hoy vivimos en una situación de permanente surrealismo en la que la violencia se ha convertido en el pan nuestro de cada día, en nuestro pain quotidien. Este año, sin ir más lejos, la tasa de mortalidad se incrementa casi semanalmente, con drones lanzando bombas sobre aldeas del otro lado del mundo, desplazando familias que forman interminables hileras de refugiados que huyen, se ahogan, mueren en busca de una oportunidad mejor que ese séptimo círculo del infierno que una vez llamaron hogar.
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De todas las esquinas del planeta salen suicidas sádicos, frustrados y furiosos de ver sus bocas cosidas con los hilos de la injusticia política, que disparan a las multitudes al azar, apuñalan a desconocidos, se suicidan con bombas caseras fabricadas con fertilizantes. La inocencia pende de un hilo, y cualquier plaza pública, aeropuerto, estación, vagón de metro, restaurante o centro comercial es un espacio potencial para el shock y el pavor.
Justo 227 años después de que la multitud revolucionaria parisiense asaltara La Bastilla pare encender el espíritu de la libertad, Mohamed Lahouaiej-Bouhlel condujo su camión través de una muchedumbre festiva, disparando aleatoriamente sobre la gente, matando a 84 personas e hiriendo a 308. En La Bastilla no había más que siete prisioneros: cuatro falsificadores, dos «lunáticos» y un aristócrata «pervertido», el Marqués de Sade, el artista que bautizó a ese bastardo llamado sadismo. El manuscrito de sus 120 días de Sodoma se escribió en una sola hoja de doce metros de largo, introducido de tapadillo en la prisión y encolado con dos centurias de pánico.

Girando sobre su eje, el mundo ha cambiado; lo radical es ahora reaccionario y la vanguardia se ha visto emasculada por la cruda y brutal realidad. La vida eclipsa al arte, y el terrorrealismo ha rebaja al surrealismo al grado cero. Lo que en otro tiempo fuera el espejo negro del extremo inimaginable e imposible del surrealismo es hoy información diaria, emitida como entretenimiento pre-digerido en las redes sociales. El péndulo oscila, y el reino del terror amenaza con devorar hasta el último reparo de cordura.
Dando vueltas y vueltas en su espiral creciente, el halcón no escucha ya al halconero. Todo se derrumba. El centro cede. Suelta por el mundo anda la anarquía. Desatada, la marea de sangre todo lo anega. Los mejores ya no convencen, y los peores rebosan apasionado brío.
El profeta Picabia lo avisó: «Se muere como héroe o como idiota, que es lo mismo. La única palabra que no es efímera es la palabra muerte. Amáis la muerte, la de los demás».

¿Dónde queda el arte en la multitud atropellada? ¿Por qué están los artistas mudos en la protesta? Yo vi a Picabia, golpeado hasta caer de rodillas y con una bolsa en la cabeza, que a través del lienzo murmuraba: «¡Matadlos! ¡Dejadlos morir! Lo único que no muere es el dinero… ¡He ahí a Dios! ¡He ahí algo que respetar: algo que tomar en serio! El dinero es el prie-dieu de familias enteras. ¡Dinero por siempre! ¡Larga vida al dinero! El hombre con dinero es un hombre de honor».
Luciendo los harapos de zombi de los muertos vivientes del formalismo la obra de arte se regodea en el sentimiento de lo políticamente correcto. El ilusionista nos pide mirar ahí, al martillo, y que cerremos los ojos y escuchemos embelesados el sonido del subastador, y prestemos atención a nada, como en el juego de la gallina ciega. Por si sola, la ProPaganDaDa no huele: es nada, nada, nada. Es como nuestras esperanzas: nada, como tu paraíso: nada, como tus ídolos: nada, como tus héroes: nada, como tus artistas: nada, como tus religiones: nada.

Sólo como silencio resulta apreciable. Sólo precisa cuatro minutos revolucionarios y treinta y tres segundos de silencio mártir. Pero para eso sólo se requiere fuerza bruta: nada de que presumir cuando se tiene, pues tu fuerza no es sino un accidente fruto de la debilidad de otros. Agarra lo que puedas sólo por agarrar lo agarrable, puro atraco, con violencia, asesinato a gran escala con agravantes. Y los hombres, ¡a ello!, ciegamente, como es propio de quienes bregan en la oscuridad. Vista con exceso de detalle, la conquista de la tierra, es decir, arrebatársela principalmente a quienes tienen una piel diferente o narices ligeramente más chatas que la nuestra, no es cosa hermosa. La idea es su única redención. Una idea por detrás de ella; no una excusa sentimental, sino una idea; y una creencia desinteresada en la idea: algo que puedas instaurar y ante lo que inclinarte y ofrecer un sacrificio.
Las ideas no siguen necesariamente un orden lógico. Aunque pueden conducirnos por rumbos inesperados, una idea debe por fuerza completarse en la mente para que la siguiente se forme. Por sí solas, las ideas pueden ser obras de arte; son parte de una cadena de desarrollo que puede llegar a encontrar una forma. No todas las ideas tienen por qué acabar haciéndose físicas.
El arte conceptual es mudo, se pierde por sí mismo en derrota económica. Conforme la sociedad se vuelve más total, mayor es la cosificación de la mente y más paradójico su esfuerzo por eludir por sí misma esa cosificación. Hasta la conciencia de fatalidad más extrema amenaza con degenerar en inútil cháchara. La crítica cultural se enfrenta a la fase final de la dialéctica de cultura o barbarie. Barbarie es escribir poesía después de Auschwitz, y ese hecho corroe hasta la consciencia de por qué se ha vuelto imposible hoy escribir poesía.

El profeta Picabia habló de la nada y Adorno escribió sobre la barbarie. Conrad se asomó al fondo de su corazón de tinieblas porque Yeats liberó anarquía sobre el mundo. Pero la suya, la de ambos, era una nada espiritual.
Según Sol LeWitt, Sigmund Freud no había entendido nada. El padre de Edipo fue ejecutado por saber que cuando empiezas a sumergirte en el mundo de Bhagavad Gita, donde nada parece constante y donde todo se funde en algo más, la nada te sale al frente de repente. ¿Sabéis lo que significa enfrentarse a la nada? ¿Sabéis qué significa? Sin embargo, esa nada no es más que una idea europea equivocada. El nirvana hindú no es la nada; es lo que transciende todas las contradicciones. No es, como los europeos por lo general asumen, un disfrute sensual, sino el máximo conocimiento sobrehumano, una visión fría como el hielo, que todo lo comprende y, al mismo tiempo, apenas comprensible. Mal entendida, es la locura. ¡Qué sabrán de la profundidad de Oriente esos aspirantes europeos a místicos! Hablan y hablan, pero no saben nada. Y luego se extrañan cuando pierden la cabeza y acaban, no pocas veces, en la locura. La nada les saca, literalmente, de sus mentes.

Sin nada que sirva de guía, sin timón que manejar ni santo grial, el arte, con nada que decir, ha perdido el rumbo. ¿En qué vamos a creer si es imposible que nada nos guste?
El mundo ha cambiado. Lo radical es ahora reaccionario, por ello la vanguardia resurge en su resurrección pagana. Justo un siglo después los fantasmas de dada se alzan para acecharnos de nuevo, como nunca antes o desde entonces sucediera. Las máquinas de propaganda de las redes sociales no pueden corromper la naturaleza, y las estaciones pasan y las tormentas rugen. El planeta corrige el error humano. El mundo del espíritu, los demonios de nuestra carne que señalan la era de Kali Yuga, la duda interna de un subconsciente en protesta, la naturaleza es nada.

¿Quién tiene respuesta a la pregunta de «Qué es mi naturaleza»?”
Contéstame a esto: γνῶθι σεαυτόν, 1«Conócete a ti mismo» [Ed.], ¿quién soy yo? ¡Nada! Mi carne, mi hueso, mi sexo, mi muerte. ¡Pienso, luego no pienso!
Soy sagrado, estoy asustado, lleno de cicatrices, y soy nada. Mis cicatrices recorren mi blanca carne africana, descienden a los huesos rotos, sepultados en el país de mi calavera. De mis ancestros, los galos, vienen el pálido azul de mis ojos, un cerebro estrecho y torpeza en la competición. Creo que mis ropas son tan bárbaras como las de ellos. Pero yo no me engraso el pelo. Los galos fueron los desolladores de pellejos y quemadores de heno más imbéciles de su tiempo. De ellos heredé la idolatría y el amor por el sacrilegio: ¡oh! Todo tipo de vicio, rabia, lujuria —una cosa fantástica, la lujuria—, mentira, sobre todo, y pereza. Tengo horror a todos los trabajos y oficios.
Ah, el horror, el horror. Los delincuentes dan tanto asco como los hombres sin pelotas: yo estoy intacto, y no me importa porque Rimbaud está muerto y Rambo nunca morirá.

El futuro se refleja en el pasado, el eterno péndulo de la imbecilidad humana, bárbaros todos y cada uno de nosotros. ¿Nunca aprenderemos que somos naturaleza y que Dios es nada? ¿Entenderemos alguna vez que la naturaleza es nada, sin Dios?
En cambio, nada. Sé bien que siempre he pertenecido a una raza inferior. No puedo entender la rebelión. Mi raza nunca se ha alzado si no es para saquear, para devorar como lobos una bestia que ellos no mataron. Mi blanca piel africana se despelleja y desangra en protesta contra mis ancestros europeos. Furioso, resisto. Dolorido, me vuelvo hijo de mi naturaleza. Nada, como todo lo demás. Sin espíritu no hay nada. Sin protesta, menos aun. En la naturaleza encuentro mi padre pagano, mis ancestros caníbales, mi madre superiora. Ahora estoy maldito. Detesto mi tierra natal.
William Burroughs, estás fuera de tu Tercera Mente. Corta, copia,
Pega, Rebobina. Ahora, borra-duda las espadas. Rebobina. Repite.”
Pro
Pagan
DaDa
Repite.
ProPagan
DaDa
De Profundis Domine, vaya un imbécil estoy hecho,
¡ProPaganDaDa!