Hans-Michael Herzog

Fotografía: Humberto Vélez

Hans-Michael Herzog nació en 1956 en Ulm, Alemania. Estudió historia del arte, filosofía y arqueología clásica en la Universidad de Bonn y obtuvo su doctorado en1984 con una especialidad en escultura del Protorenacimiento veneciano.

Entre 1987 y 1989, trabajó para la Bayerische Staatsgemäldesammlungen, en Múnich.

Entre 1989 y 1999, fue comisario de la Kunsthalle Bielefeld.

De 2000 a 2015, el Dr. Herzog ocupó el cargo de director artístico y curador en jefe de la Colección Daros Latinamerica, con sede en Zúrich, Suiza; y de 2005 a 2009, fue el director artístico de la Colección Daros, también con sede en Zúrich. Fue el director fundador de Casa Daros en Río de Janeiro, Brasil.

Escritor y crítico de arte y arquitectura, ha estado a cargo de numerosas exposiciones y publicaciones sobre arte contemporáneo internacional. Estas incluyen: Manolo Millares (1992), Kunst um Kunst (1993), Jürgen Klauke: Prosecuritas (1994), The Body/ Le Corps (1994), Sean Scully: The Catherine Paintings (1995), Langlands & Bell (1995), Jonathan Lasker: Paintings (1997), Ronald Bladen: Sculpture (1998), La Mirada: Looking at Photography in Latin America today (2002), Cantos cuentos colombianos: arte colombiano contemporáneo (2004), Le Parc Lumière: obras cinéticas de Julio Le Parc (2005), Fabian Marcaccio: Paintant Stories (2005), Seduções:Soares, Meireles, Neto (2006), Guillermo Kuitca: Das Lied von der Erde (2006), Carlos Amorales: Dark Mirror (2007), Face to Face ( 2007), Painted! (2008), For You / Parausted (2009), Antonio Dias: Anywhere Is My Land (2009), Luis Camnitzer (2010), Nicola Costantino (2011), Wifredo Díaz Valdéz (2011), Ilusiones (2014), Made in Brasil (2015), Cuba: ficción y fantasía (2015).

Valor sin precio

El Cerro, Puerto Rico, 2017, Fotografía: Cortesía Chemi Rosado Seijo

¡Creo en el poder del arte! Creo en la fuerza eficaz y el pujante impacto que puede ejercer el mejor arte sobre los asuntos estéticos, sociales y políticos.

‘Cultura’ es un concepto amplio y vago. Según los intereses de cada quien, a menudo se malinterpreta y se vuelve presa de diversos prejuicios. Sin duda, la noción de cultura posee un estrecho lazo con la crianza y la educación. Por ello predomina —al menos a primera vista— en los círculos acaudalados. Sin embargo, al ampliar este concepto, entendiéndolo como la creación y transformación de la conciencia, estos parámetros cambian. Solo se puede crear una conciencia cultural de forma sostenida si también se toma en consideración el aspecto ético de la cultura, que a su vez se relaciona íntimamente con la estética. El simple hecho de conocer el David de Michelangelo y saber dónde está no es, en sí, señal cualitativa de una conciencia cultural.

Quiero esbozar cómo el componente estético puede ser una droga de partida o un caballo de Troya para crear conciencia cultural. Estoy convencido de que la cultura estética es algo innato en el ser humano; algo que existe, si bien de manera difusa, como una necesidad latente y real —o como un deseo insatisfecho— en todos los niveles de la sociedad. Incluso en los ámbitos más pobres. Como un ejemplo notable, quiero hablar sobre una obra del artista puertorriqueño Chemi Rosado Seijo, quien eligió a una comunidad de su isla para un experimento interesante:

Su proyecto socio-estético se basó en ofrecer a los habitantes de El Cerro, en Naranjito, la posibilidad de pintar sus casas de verde. Cada familia podía elegir su tono preferido de verde para su vivienda. Junto con un grupo de artistas, pintaron la primera casa. Le siguieron otras, hasta completar 200. El proyecto desencadenó un fuerte proceso de identificación y de integración social en el pueblo. Comenzaron a discutir, a pelear, a entender y a reflexionar, ya que se trataba de crear algo que transcendía la triste monotonía del día a día; de hacer algo loco; de sumergir a un pueblo entero en el verde para, así, pintar un cuadro.

Este proceso involucró a todos los habitantes de la comunidad, quienes durante meses estuvieron en estrecha y enriquecedora interacción. Acorde con el concepto de Joseph Beuys del arte como “escultura social”, el pueblo entero fue transformando su aspecto visual, estético y social en un continuo proceso. Por primera vez, la gente reflexionó intensa y apasionadamente sobre la apariencia estética de su pueblo, que, gracias a esta transformación, adquirió un aspecto nuevo y diferente. Mediante la observación y posterior evaluación del antes y el después, los habitantes adquirieron la capacidad de percibir su realidad con mayor transparencia e intensidad, en términos de vivienda y formas de vida, como individuos y como colectivo.

El Cerro, Puerto Rico, Fotografía: Cortesía Chemi Rosado Seijo

Su posición socio-estética fue cambiando. Supieron diferenciar un tono verde del otro; supieron diferenciar el pueblo de antes del que vino después, y del pueblo en el que iría transformándose. Por más insignificante que parezca este proceso, su importancia real es poderosa. Solo cuando yo aprenda a diferenciar, podré cambiar algo en este mundo. Sin embargo, para ello debo tener las ganas de hacerlo y estas ganas se pueden despertar a través de la estética y el arte. En otras palabras, al entablar una discusión sobre lo bello frente a lo feo —es decir, sobre asuntos que no se relacionan de forma directa con las necesidades primarias de los seres humanos— se atrevieron a iniciar un diálogo en apariencia superfluo, pero que en realidad no lo es.

De esta forma, con una acción muy simple, se supo crear conciencia acerca de la capacidad de diferenciación estética —que está directamente unida a la capacidad de diferenciación social— para luego desencadenar la reflexión y la consiguiente actuación política. Se logró dar a los habitantes del pueblo una nueva autoestima. Se ganó un valor ético. El importante paso cualitativo consiste en descubrir este valor en una situación específica y reconocer —y seguir comprendiendo— que se trata de un valor fundamental, absoluto y sostenible; opuesto a los meros valores materialistas o efímeros. Es decir, darnos cuenta y ocuparnos de las cualidades estéticas del mundo que nos rodea puede servir de caballo de Troya para contagiarnos de estética. Y no estoy hablando de una estatua de bronce frente a la alcaldía, sino de proyectos concebidos y creados por iniciativa propia y colectiva.

Esto ineludiblemente repercute en lazos sociales más fuertes, en una discusión constructiva con lo existente, con lo propio, y en el análisis crítico de lo ajeno. Por ejemplo, en una discusión sobre “mi tono de verde es más bonito que el tuyo porque…” tengo que defender, afirmar e incluso reconsiderar mi punto de vista recién adquirido. Y puede ser que al final opte por un tono distinto del que había elegido en un inicio. Con ello me adentro en una discusión diferente: no de necesidad cotidiana, sino más crítica y más orientada hacia valores relacionados con la estética y el llamado “buen gusto”. Desde el inicio, pongo mi gusto personal en la balanza, en una discusión que de una vez me aleja de aspirar tan solo a cubrir mis básicas necesidades cotidianas. Solo cuando haya alcanzado esta autoestima, seré capaz de reconocer y respetar los valores de los demás. Y con ello, aterrizamos justo en el corazón del desarrollo constructivo de toda cohesión social.

El arte es más que una mera mercancía y el artista es más que un ejecutor de las modas efímeras. El arte y los artistas tienen algo que decirnos. El arte está anclado en la sociedad y profundamente involucrado en toda la experiencia humana. Y al mismo tiempo, el arte trasciende todos los contextos, apuntando a lo que es posible más allá.

Sobre el criterio y la critica

El tiempo es un bien escaso en nuestra sociedad pseudoproductiva y con frecuencia usamos la falta de tiempo como excusa para el letargo intelectual, en lugar de sentarnos en nuestros traseros para observar una obra de arte con seriedad, minuciosamente, hasta desarrollar nuestra propia comprensión de ella. Después de todo, la percepción y la comprensión van de la mano. A toda percepción la acompaña un pensamiento y juntos forman el punto de partida para una comunicación estimulante y discursiva con nosotros mismos.

Augustus de Primaporta, siglo I, mármol, altura 204 cm, Museos del Vaticano, Roma

Kritiko en griego antiguo significa “poder discernir” y es la raíz de palabras como “crítica” y “criterio”. La observación descriptiva del arte era algo que todavía existía en mi curso de “Arqueología clásica” (la Antigüedad griega y romana) a fines de la década de 1970. Cómo odiábamos tener que contar los rizos de Augusto para clasificar ese o aquel retrato. Sin embargo, lo que veíamos como un “mero” formalismo nos inculcó la virtud de observar de cerca, procurándonos así las bases para el análisis científico. ¿Por qué la observación metódica se descarta hoy en las ciencias de las artes, mientras que es la conditio sine qua non en las ciencias naturales?

Considero de mucho provecho recordar aquel método anticuado en tres pasos: observación-descripción-interpretación. Ese enfoque tiene sus méritos para el arte contemporáneo. Sin duda es útil poder identificar los elementos de los que se compone una obra de arte y comprender cómo interactúan o precisamente cómo no interactúan. El método también sirve para observar el arte “antiguo”. El que sea “vieja” no mejora una obra de arte: un Rembrandt no es bueno solo por ser un Rembrandt. Por desgracia, el historiador de arte “normal” no es por defecto también un crítico y a menudo es incapaz de distinguir las diferencias de calidad.

La corrección política reemplaza a la religión

Tiziano Vecellio, Annunciazione, 1535, 166 x 266 cm, Scuola Grande di San Rocco, Venezia

Con el tiempo, el arte se emancipó y se volvió “autónomo”. Y así se mantuvo, hasta hace poco. Hoy, el arte ha vuelto a encontrarse con temas que abordar. Ya no es la “Ascensión” o la “Inmaculada Concepción”, sino el “Cambio Climático”, el “Calentamiento Global” o la “Igualdad de Género”. Tomemos, por ejemplo, la decimotercera edición de la Bienal de Sharjah, en 2017. En su conferencia de prensa, la curadora se quejaba amargamente de que a pesar de sus considerables esfuerzos, ella y su equipo no habían podido encontrar una posición idónea para la bienal en torno al tema del calentamiento global. Pobrecitos. ¡Imaginen su frustración!

Pixy Liao, Home-made Sushi, 2011

Mientras tanto, ponerle “sin titulo” a una obra está mal visto, sobre todo porque le deja al espectador el dolor —o el placer, si se quiere— de determinar lo que puede o no ser el tema de la obra en cuestión. En nuestra sociedad infantilizada todo tiene que explicarse y deletrearse para que jamás nos equivoquemos, desviemos o engañemos. Y que Dios no permita que se nos ocurran ideas absurdas. ¡Absolutamente todo debe clasificarse y volverse explícito, discernible y legible! Las ambivalencias son obsoletas y las incertidumbres innecesarias. La seguridad es la máxima prioridad en todos los aspectos. La in-seguridad no sólo carece de aceptación en la actualidad, sino que aterra de plano, tanto en términos políticos como sociales.

La búsqueda obsesiva de una supuesta eficiencia en nuestro turbocapitalismo tardío tampoco exime al arte. Cualquier ambigüedad se topa de inmediato con el rechazo; también porque cualquier cosa que se acerque a la complejidad abruma nuestros hilos habituales de pensamiento. Es lógico que esto vaya de la mano de una ansiedad absoluta ante los momentos poéticos en el arte, dado que la poesía no se revela en la literalidad. La poesía prospera justo entre líneas. Es vaga y alusiva; ansía la interpretación y, por lo tanto, tiene un potencial revolucionario y anárquico (es decir, indeseable para estos tiempos).

¡Ni hablar de las emociones! Hace unos años, tuve el honor de ser invitado como ponente a un simposio en Berlín, organizado por el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Ahí conocí a una artista conceptual de Estados Unidos, muy destacada en Alemania. Ante mi polémica y humorística exigencia de aumentar las emociones en el arte, ella respondió, de manera fría y condescendiente, que por desgracia es imposible evitar del todo que algunos rastros emotivos se cuelen en la producción artística. Consideraba estos rastros como molestos y contaminantes, aunque en última instancia no fueran más que meros vestigios insustanciales. Me desconcertó en ese entonces —y me sigue desconcertando todavía— que, de todas las disciplinas, las llamadas artes visuales pudieran acabar con las emociones, mientras que lo contrario es cierto para el teatro, la música, la literatura o lo que sea.

En resumen, mucha gente se opone a cualquier tipo de contaminación e impureza en materia artística e intelectual. Y es que cada esquina sucia atraerá más suciedad, formando un caldo de cultivo bacteriano sin el cual, por así decirlo, no puede haber fermentación ni crecimiento ni desarrollo. Ello ampliaría un número incalculable de riesgos potenciales, impediría la limpieza, el orden y la nitidez, y conduciría a la anarquía, desafiando así todos los equilibrios de poder que prevalecen hoy por hoy.

Ir al contenido