Un sistema político y sociocultural, sea cual sea, no es una abstracción, sino que se encarna en determinados modos de existencia. Dichos modos resultan del régimen del inconsciente que le es propio, la fábrica de mundos responsable de la producción de cierto tipo de subjetividad y de sociedad que dota al sistema de su consistencia existencial, sin la cual no se sustentaría. Es en esta esfera micropolítica donde se produce y se reproduce un sistema.
Los regímenes del inconsciente se distinguen según la distribución entre micropolíticas activas y reactivas que orienta su gestión. Tal distribución se manifiesta en la presencia o ausencia de reguladores sociales y culturales que sustenten los movimientos activos e inhiban la proliferación de movimientos reactivos. Los distintos regímenes del inconsciente generan diferentes formaciones en el terreno social y las respectivas políticas de subjetivación que las sustentan.
Los movimientos activos y reactivos de un sujeto se definen en función de si permiten o no que la vida se exprese de nuevas maneras cuando se asfixia en sus modos de expresión en el presente. En otras palabras, la actividad y la reactividad del sujeto dependen del grado en que este ejerce la relación inmanente entre lenguaje y alma, signo de salud según el pueblo guaraní. Este vínculo no viene dado: es necesario que el sujeto lo ejerza y es ese ejercicio el que favorece, en mayor o menor medida, la política de gestión de la fábrica del inconsciente propia de un determinado sistema sociocultural.

Micropolíticas activa y reactiva en la constitución del sujeto
El sujeto se vuelve activo cuando su espíritu toca el hilo vital inmerso en el entorno y ejerce el saber propio de ese tacto. Tal y como hacen las patitas de araña al tocar su hilo de seda lanzado al entorno, que tiene la propiedad de sintonizar las frecuencias de vibración de los elementos que lo componen. Es un sujeto que encarna la reversibilidad continua entre sus dos caras, individual y transindividual, y que no se asusta cuando se produce ese movimiento y da lugar a una desestabilización de sí mismo y de su mundo, ya que sabe que ese estado indica que hay embriones de futuro anidados en su cuerpo.
Es decir, el sujeto siente la crisis, pero no sucumbe a la inquietud que le provoca porque sabe que se trata de una señal de alarma vital que llama a su responsabilidad ética: asumir las exigencias que le impone la vida, creando las condiciones para el nacimiento de los futuros en germen. Es el hecho de saberlo lo que le aporta serenidad para escuchar la alarma y no atropellar la temporalidad propia del proceso de incubación de esos mundos larvarios, dejando así que se complete. En esto consiste la micropolítica activa, en la gestión de su deseo.
Es un sujeto que afirma la vida en su esencia: potencia pulsional de transfiguración de las formas de sí mismo y de sus mundos orientada por los afectos, las sensaciones de los impactos en su potencia resultante de la interferencia mutua entre sus caras individual y transindividual. Los afectos son, por tanto, las armas de resistencia micropolítica del deseo para promover devenires que devuelvan flujo a la vida.
En resumen, el sujeto activo es aquel que está dispuesto al ejercicio constante de mantener el lenguaje y el alma ligados, poniéndose a la altura de la pulsión y siendo, así, insurreccional por principios. Es un sujeto de vida abundante, sujeto en obra, poroso, singular, agente de transfiguraciones del ecosistema cuando los nuevos ensamblajes así lo exigen: en sus acciones, vida y sujeto recuperan su movimiento siempre que este se interrumpe. Lo que le da al sujeto la sensación de existir, en este caso, es su «participación» en los procesos de creación de mundos para que la vida del ecosistema recupere el ritmo del flujo, procesos necesariamente colectivos.

Por otro lado, un sujeto se vuelve reactivo cuando las patitas de su espíritu no tocan el hilo vital. Es un sujeto cuya transindividualidad está reprimida, lo que lo confunde con el individuo. Así, no tiene acceso a las afecciones (las pequeñas almas de embriones de futuro que anidan en el cuerpo), y mucho menos a los afectos (impactos en la potencia vital por la tensión entre dichos embriones y su lenguaje actual). Por esta razón, su espíritu no tiene forma de ejercer el saber ecológico, su saber primordial, que debería orientar la evaluación de lo que le sucede.
Sin ese know how, el sujeto se asusta ante la crisis que resulta de esa tensión, ya que siente esa experiencia como un vacío. Al interpretarla desde la perspectiva de su cara individual, entiende la señal de alarma vital como un indicador de una amenaza de quiebra de sí mismo y de su mundo, que él interpreta como «él» mismo y «el» mundo, los cuales esencializa al no saber que son formas provisionales de su ser en constante cambio.
El malestar de la tensión entre lo individual y lo transindividual se convierte en desamparo, carencia, falta; sentimientos de angustia de su ego, a los que se reduce su ser herido. El deseo debe, entonces, actuar precipitadamente para que el sujeto se libere de su angustia. De este modo, por la acción de su propio deseo, el proceso de germinación de los embriones de futuro que anidan en su cuerpo no tiene lugar.
Es un sujeto hiperidentificado con las formas establecidas en el tejido sociocultural de su mundo, pegado a ellas. Su deseo actúa para repetir infinitamente dichas formas, lo que lo mantiene igual durante el transcurso de su existencia. Esta es la condición para que le garantice un supuesto bienestar a su ser limitado al individual: un espejismo basado en la idea errónea de un equilibro homeostático, fruto de su readaptación a los modos de existencia dominantes que reproduce.
Por tanto, el sujeto reactivo cuenta con una baja potencia pulsional de creación; sus formas son invariables; nunca materializan los efectos de la complejidad variable de las frecuencias de vibraciones que agitan su cuerpo transindividualizado. Son lenguajes sin alma, propios de una vida pobre. Es un sujeto en bloque, blindado, hiperadaptado, genérico; un muñeco mecánico de ventrílocuos. Un sujeto desleal a la pulsión en su esencia de producción de formas que no ejerce su movimiento causado por la interferencia mutua entre lenguaje y alma. Por ello, es un agente de interrupción de los movimientos de transfiguración del ecosistema que responderían a los nuevos agenciamientos que tuvieron lugar en él. En resumen, actúa a contracorriente de la labor colectiva de transformación de la realidad.
Las acciones del deseo impulsadas por una micropolítica reactiva promueven la conservación de las formas de sí mismo y del mundo. Lo que le da al sujeto la sensación de existir, en este caso, es la «sensación de pertenencia» a la mayoría homogénea supuestamente «normal», es decir, íntegramente sometida a los patrones supuestamente universales del modo de subjetivación dominante. Esto es lo que llamamos «normopatía».
La agencia de los sujetos varía según los diferentes grados de micropolíticas activa o reactiva presentes en la actuación del deseo, lo que se ve favorecido o desfavorecido por el régimen del inconsciente dominante en una sociedad dada, en función de la micropolítica adoptada en su gestión.
Tales diferencias tienen consecuencias para el ecosistema ambiental, social y mental en el que se inscribe el sujeto. Si la materia prima de la fábrica de mundos es la vida en su potencia de producción de formas en las que esta se plasma, de distintas micropolíticas en la gestión de la fábrica, surgen diferentes destinos de la existencia individual y colectiva.
En el caso de la fábrica de mundos bajo el régimen del inconsciente colonial-racializante-capitalista, la gestión la rige una micropolítica exclusivamente reactiva. Todos los reguladores sociales y culturales tienden a movilizar y sustentar fuerzas reactivas y a dificultar la sustentación de movimientos de fuerzas activas, que él captura y convierte a su favor. ¿Cómo funciona esta fábrica?
La fábrica de mundos bajo el régimen del inconsciente dominante
Engranajes
Hay dos engranajes centrales en la maquinaria de esta fábrica del inconsciente. El primero consiste en secuestrar el espíritu para mantenerlo cautivo, separado del ecosistema ambiental, social y mental y, por tanto, sin posibilidad de tocar el hilo vital. Así, no logra guiarse por los afectos para descifrar el impacto, en la potencia vital, resultante de la presencia de nuevas afecciones en su cuerpo, las pequeñas almas de mundos embrionarios que ejercen presión sobre el lenguaje.
El segundo engranaje consiste en sobrecodificar los afectos: una operación que impone códigos predeterminados al espíritu cautivo para orientar la interpretación de aquello que nos sucede. Despojado de la posibilidad de tocar el hilo vital para descifrar los afectos, el espíritu se ve obligado a proyectar sobre estos ideas orientadas por la perspectiva de tales códigos para darles sentido.
Son ideas necesariamente erróneas: una especie de delirio que sustituye el proceso de creación del lenguaje para darles vida a los embriones del mundo. En consecuencia, el proceso de germinación no se produce. Con estos dos engranajes, la máquina de este régimen del inconsciente produce un sujeto, por principios, reactivo, y lo mismo pasa con el tejido social que se elabora con él.
Pero esta máquina de producción de reactividad no se detiene ahí. Su tecnología se vuelve aún más poderosa dado el carácter de los códigos impuestos al espíritu, que constituyen los operadores del engranaje de sobrecodificación.
Operadores
Dichos operadores son categorías genéricas (como las nociones de raza, clase y género), supuestamente universales, esencializadas como verdades absolutas. Ese tipo de categorías funcionan como consignas a las que el espíritu se debe someter para descifrar aquello que nos sucede. La raza es el operador central.
Como sabemos, la noción de raza aplicada a los seres humanos la inventó Europa occidental en el siglo XVI, al mismo tiempo que llevó a cabo la colonización, la esclavitud, la Inquisición y el inicio del capitalismo. Cuatro aspectos intrínsecamente asociados del mundo que se estableció entonces y que, con sucesivos pliegues, perdura hasta hoy.
Si la raza es el operador central de la máquina de producción del mundo bajo este régimen es porque es intrínsecamente portadora de una supuesta jerarquía de valores entre las distintas comunidades humanas. Una jerarquía imaginaria que, en el siglo XIX, obtuvo un certificado fraudulento de cientificidad. La ciencia positivista de la época afianzó la fake new de que esa clasificación racial de los seres humanos tendría una base biológica que consistiría en diferentes grados de desarrollo cerebral y cognitivo.
En la cúspide de la jerarquía imaginaria se autoposiciona el inventor de este perverso delirio: el hombre blanco perteneciente a las élites de Europa occidental y su política de subjetivación antropo-falo-ego-logocéntrica. Este se autodetermina como modelo estándar de una supuesta etapa superior del desarrollo humano supuestamente universal, que se impone a todos los modos de vida. Desde la perspectiva de este modelo, se evalúa a los demás grupos humanos para racializarlos en diferentes grados.
La naturalización de la noción de raza aplicada a los seres humanos, establecida por esa jerarquía de alto contenido tóxico y fortalecida por su biologización, se extiende a los demás operadores de sobrecodificación, como es el caso del operador género, a partir del cual se racializa a las mujeres. En otras palabras, la supuesta jerarquía es intrínseca a todas las categorías operacionalizadoras de los engranajes de la máquina.
Mediante estos operadores, se produce una monocultura espiritual. Al igual que la monocultura agrícola, la monocultura espiritual destruye la red variable de conexiones entre los elementos que componen el ecosistema ambiental, social y mental. Esto consolida la interrupción del proceso de gestación de mundos (fruto de las relaciones entre ellos), producida por el secuestro del espíritu que lo separa del hilo vital. De esta desconexión promovida por la monocultura, tanto agrícola como espiritual, surge un empobrecimiento de la vida que aviva el ecosistema, su agotamiento y, finalmente, su exterminio.
Produtos
El producto de la máquina del régimen del inconsciente colonial-racializante-capitalista es un modo de producción del deseo impulsado exclusivamente por una micropolítica reactiva. Se despoja al deseo de la brújula ética del saber de los afectos para liberar la vida de su asfixia en las formas del presente. En su lugar, se produce una especie de delirio que, al impulsar el deseo en sus elecciones y acciones, lo desvía de los mundos embrionarios y lo lleva a reproducir la forma de vida vigente en la que esta se asfixia.
El sujeto que produce esta máquina es rehén de la banda de operadores de sobrecodificación, hiperidentificado con su marketing, servil a sus consignas. Con esta política de subjetivación, se elabora el tejido sociocultural bajo este régimen del inconsciente. Un modo de subjetivación que Freud denominó «neurosis» sin, no obstante, darse cuenta de que se trata de la política de subjetivación dominante bajo este régimen, que tiene graves consecuencias en la teoría psicoanalítica y, sobre todo, en su práctica, pero que aquí no procede problematizar.
En resumen, el producto de este régimen del inconsciente es la reproducción de un mismo paisaje subjetivo y social, en el que la potencia pulsional se ve incapaz de ejercer su naturaleza intrínsecamente heterogénea. Naturaleza que consiste en un proceso continuo de creación de territorios para dar cuerpo a los embriones de futuro generados en la interacción con los elementos de un ecosistema ambiental, social y mental; ese es el destino ético de la pulsión. Pero ¿cuál es el motivo que lleva a la gestión de esta fábrica de mundos a desviar la pulsión de su destino? ¿Y a servicio de qué se produce esta desviación?
Meta
La potencia pulsional de producción de formas de existencia se desvía de su destino ético para que se produzcan, exclusivamente, escenarios que traigan consigo oportunidades de acumulación de capital no solo económico, sino también político y narcisista.
La meta de la gestión de la fábrica de subjetividad y sociedad bajo el régimen colonial-racializante-capitalista es, por tanto, prostituir la vida (no solo la humana, sino la de todos los componentes de la biosfera) al servicio del capital. Por consiguiente, es intrínseco a la lógica de este régimen impedir tanto la vida del sujeto como la del ecosistema ambiental, social y mental de recuperar su potencial de desarrollo.
El abuso de la vida es, pues, el principio micropolítico que orienta la gestión de la fábrica de mundos bajo este régimen del inconsciente. Por ello, se puede afirmar que tal gestión es intrínsecamente reactiva.
El abuso se sustenta en la separación entre alma y lenguaje, la causa de todos los males, como nos enseña el pueblo guaraní. Una separación causada por el secuestro del espíritu y cosificada por las categorías trascendentales que se le imponen. El sujeto queda privado del saber propio de su condición de ser vivo, indispensable para estar a la altura de su responsabilidad ética: obrar para que la vida persevere en su poder de diferenciación. Esta es la violencia del capitalismo en la esfera micropolítica, que le es tan inherente como la violencia en la esfera macropolítica.
El nexo ineludible entre las violencias macro y micropolíticas intrínsecas al capitalismo
Hay una relación de inmanencia entre las violencias macro y micropolítica de este régimen. La violencia en la esfera macropolítica, como sabemos, consiste en la desigualdad de derechos. Lo que resulta menos evidente es que dicha desigualdad se sustenta en el modo de subjetivación neurótico, en cuya estructuración desempeña un papel fundamental la noción de raza aplicada a los seres humanos. Frente a estos dos tipos de violencia indisociables en la constitución de este régimen, la necesidad de combatirlo indisociablemente en ambas esferas es una tarea ineludible.
Si la lucha macropolítica contra la desigualdad es, sin duda, indispensable, al limitarnos a resistir en esta esfera, nos mantenemos micropolíticamente bajo el dominio del régimen del inconsciente colonial-racializante-capitalista que sustenta la desigualdad. Solo reemplazamos a los operadores de sobrecodificación por otros (operadores del «bien»), pero nuestras acciones siguen estando sometidas a las categorías genéricas supuestamente universales de raza, clase y género.
Luchamos para reducir el abismo entre los diversos escalones de la jerarquía imaginaria tóxica que les es intrínseca, lo que es un paso necesario, aunque insuficiente, ya que la noción de raza sigue estructurando nuestra subjetividad.
Permanecemos cautivos de la neurosis, prostituyendo nuestra vida y reproduciendo el modo de existencia dominante con nuestro propio deseo. Esto es lo que suele pasar en las tradiciones de lucha de izquierdas, por el hecho de que la subjetividad de sus agentes, sobre todo de aquellos que integran el sector blanco, tiende a estar bajo dominio de este mismo régimen del inconsciente.

El desafío de la insurrección micropolítica consiste en ocupar la fábrica del inconsciente, imaginando y poniendo en práctica modos de ser que alteren su gestión con el objetivo de liberar el deseo de su colonización. Esa es la tarea que se nos impone para lograr liberar la vida de su capitalización proxeneta.

Suely Rolnik – Biografía
Psicoanalista, profesora titular de la Pontificia Universidad Católica de São Paulo y profesora invitada de la Maestría Interdisciplinar en Teatro y Artes Vivas de la Universidad Nacional de Colombia. Autora de ensayos y libros publicados en varios países, cuya obra más reciente es Esferas de la insurrección. Apuntes para descolonizar el inconsciente (Tinta Limón, 2019). Se dedica a articular la descolonización del inconsciente, teórica y pragmáticamente, a partir de una perspectiva clínico-política y transdisciplinar.
Ilustraciones: Rodrigo Araujo.