Andrea Giunta
Andrea Giunta es Investigadora Principal del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), Argentina, y Profesora de Arte Latinoamericano y de Arte Internacional en la Universidad de Buenos Aires. Es Investigadora visitante de la Universidad de Texas en Austin donde fue Directora Fundadora del Centro de Estudios Visuales Latinoamericanos entre 2009 y 2013. Es Directora fundadora de la colección de libros Arte y Pensamiento, de la editorial Siglo XXI. Sus publicaciones más recientes incluyen ¿Cuando empieza el arte contemporáneo? (2014) y junto a Agustín Perez Rubio, Verboamérica (2016). Durante la primavera de 2017 ha sido Profesora Visitante Tinker en la Universidad de Columbia, Nueva York.

La historia del arte moderno y contemporáneo se ha escrito desde una inmensa operación de censura mundial cuya dimensión resulta todavía difícil calcular y cuyas consecuencias se reproducen en las exposiciones de arte que se realizan cuando éstas no utilizan criterios de representación igualitaria. Los estudios de estadísticas que recientemente se han retomado –y que irán intensificándose en tanto es el único procedimiento que permite desestimar preconceptos ingenuos y acríticos respecto de los sistemas de representación / discriminación en el campo del arte — demuestran que el giro teórico respecto de las políticas de representación del cuerpo no se ha expresado en una transformación de las exposición de las obras de artistas a los que la sociedad clasifica como mujeres. En exhibiciones grupales el porcentaje puede subir del clásico 20% al entusiasta 30%, pero muy excepcionalmente se llega al lógico 50%.
No considero urgente traducir estos números que tan fácilmente desarma el cinismo del mundo del arte destacando cuán pioneras o valiosas han sido las artistas eliminadas del horizonte de la mirada internacional, tanto experta como amateur. ‘Pioneras’ o ‘valiosas’ son palabras que sirven de fundamento a las estructuras del poder que aquí se interroga. Lo que considero urgente es señalar cuán necesarias resultan esas obras.
Me interesa, ante todo, dar vuelta al problema. Así, más que preguntarme qué han perdido las artistas que, clasificadas como mujeres, son sistemáticamente relegadas en términos de representación y, en consecuencia, discriminadas, tal como lo demuestran las estadísticas, quiero destacar y problematizar qué hemos perdido todos nosotros, públicos expertos y/o ocasionales del mundo del arte cuando, sujetos a los procesos de censura selectiva de la curaduría individual o institucional, no se nos permite ver, gozar o analizar más de 70% de las obras que se realizan en el tejido de un mundo del arte dominado por un canon patriarcal. ¿Cuántas formas de entender y de sentir el mundo nos resultan inaccesibles? Apelo, como punto de partida, al reclamo básico de un espectador que quiere acceder a lo que le ha sido vedado. Esto podría entenderse como la base de una emancipación estética ciudadana que le permitiría conocer otras formas de comprender la belleza, de soñar el mundo, de entender la estética y de analizar la teoría política de las imágenes.

El problema se ha planteado en los últimos años con ejemplos excepcionales que problematizan el cuerpo y la experiencia de la sexualidad desde un concepto de emancipación que requiere de terminología nueva para designar la excepcional liberación respecto de los preconceptos que guiaban las diferencias sexuales. Tal liberación teórica no es, sin embargo, suficiente. Tiene el efecto de un bálsamo que desactiva gran parte de lo que no se ha comenzado a hacer, sobre todo porque se detiene en la contemporaneidad dejando de lado la historia. Otro aspecto que emerge como problema es la consolidación del canon patriarcal en la formación del gusto dominante en el arte contemporáneo: el gusto desde el que se establece la jerarquía del arte “bueno”. Años atrás un artista conceptual latinoamericano me escribía que no podía opinar nada acerca de una exposición de artistas mujeres porque no sabía nada del tema (se refería a las artistas feministas). Y que lo poco que alguna vez había investigado (se refería a la obra de Judy Chicago) le parecía kitsch. Es interesante que el término kitsch goce de buena salud cuando se aplica, por ejemplo al arte de los 90 en la Argentina, y que permita expulsar del canon a las obras de una artista feminista. La ausencia de la historia y los prejuicios que impone el canon del arte bueno son dos de las articulaciones en las que el mundo del arte funda la autoridad que le permite, con tranquilidad, censurar el 70% de la obra que se realiza.
Por supuesto que este artículo no puede reponer la historia borrada ni las circunstancia que condujeron a tal borramiento. Tampoco propone un tratado de estética que erosione el higiénico conceptualismo minimalista que aún domina en el canon del arte bueno (ya sea en algunas de sus líneas políticas como en las más abstractas). Pero sí voy a detenerme en una hipótesis que desarrollaré a partir de algunos ejemplos. Abordaré, al mismo tiempo, elementos de una de las áreas que resultan más urgentes encarar desde una perspectiva histórica: los estudios comparados entre distintos campos artísticos latinoamericanos.
Entre los puntos de partida sostengo que la intensa focalización en obras recientes ha desdibujado 20 años de historia previa de las políticas desarrolladas desde las imágenes. Los marcos teóricos que discuten con las teorías preexistentes en la disputa por la aproximación políticamente correcta a las cuestiones de género, deslegitiman y borran obras que contienen formulaciones mucho más complejas que los juicios estereotípicos desde los que se las ha objetado –incluso desde los mismos estudios de género.

La hipótesis que he sostenido –y que he debatido en distintos foros recientes—sostiene que entre los años 60 y 80 se produce un giro iconográfico en relación con las representaciones del cuerpo: probablemente el mayor giro iconográfico del siglo XX. Es cierto que el cuerpo estaba en el centro de la escena y que tal protagonismo no fue, para nada, exclusivo en la obra de artistas social e institucionalmente clasificadas como mujeres.
Sin embargo, y dado que el cuerpo femenino había sido el campo que mayor opresión había experimentado en el mundo del arte –las mujeres fueron predominantemente representadas desde el ojo patriarcal, fijo, que reproduce sistemáticamente los lugares que la sociedad asigna a las mujeres: madre, planchadora, espectadora, modelo desnudo, prostituta (un manual de comportamientos sociales y de juicios morales)– el proceso de excavación en sus partes, su funcionamiento y los sentimientos asociados a esa corporalidad sistemáticamente abordada por las artistas mujeres durante estos años, produjo un estallido del cuerpo y de los corsets que lo ceñían conduciendo a una auténtica emancipación política de sus representaciones.
El caso latinoamericano introduce dos variables más. En primer lugar, y particularmente en los países del Cono Sur, la marca de las dictaduras. La mujer estuvo sujeta a un manual de tortura específico dirigido a la particularidad de su cuerpo: los lugares en los que aplicaba la tortura, las violaciones seriadas, la separación de sus hijos nacidos en cautiverio, nacimiento después del cual generalmente las mataban, creó un conjunto de métodos de tortura orientados hacia su sexualidad biológica. En segundo lugar la marca de la militancia que desplazó la centralidad de las reivindicaciones feministas en tanto estas quedaban subsumidas en la revolución y en la transformación completa de la sociedad. La obra de Clemencia Lucena deja sentir esto. Mientras ciertas imágenes que realiza en los años 60 y principios de los 70 planteaban cuestiones críticas hacia el lugar de la mujer en la sociedad burguesa (por ejemplo las series que realiza la colombiana Clemencia Lucena en los años sesenta parodiando la sección del periódico que informaba de las costumbres de las clases altas), las que realizó avanzados los años sesenta y siguiendo su militancia maoísta en el MOIR (Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario) se ordenaban dentro del dogma de la lucha revolucionaria. Así, en los años 70 Lucena representaba a la mujer en la huelga pero cocinando para los hombres en paro: la lucha feminista quedaba borrada dentro de otra en la que la mujer tenía el rol de crear la familia revolucionaria.

La obra feminista que en Buenos Aires realiza la cineasta Maria Luisa Bemberg, un film de militancia como El mundo de la mujer (1972), obra concebida en el contexto de la formación feminista de la que formaba parte –la Unión Feminista Argentina (UFA) establecida en 1970, que abrió el camino para la formación de otros grupos activos hasta 1975–, y que ha sido desmovilizado en el catálogo de su ‘obra temprana’. También fue opacado por la desmovilización que impuso el cierre del local de UFA por la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) en 1974 y por la rearticulación de la vida pública que estableció la dictadura militar entre 1976 y 1982. En este film ella ironizaba sin piedad sobre el modelo burgués de la mujer correcta: maquillada, reclinada en un colchón de agua, liberada del tiempo del trabajo doméstico para focalizarse en la construcción de su cuerpo en función del deseo masculino. figuras 3 y 4 Comparar las inscripciones de un imaginario artístico feminista en Colombia y en Argentina y las intercepciones que plantearon los proyectos revolucionarios y las dictaduras, proporciona materiales para comprender por qué no existió en estos países una continuidad del feminismo artístico como sí lo hubo en México.

En México, a partir de la primera conferencia mundial en el Año Internacional de la Mujer que se realiza en 1975 y de la decisión de la joven Mónica Mayer de participar del programa de formación en arte feminista que lideraba Judy Chicago en Los Angeles, el feminismo continuó hasta el presente como un caso excepcional. En 1978 Mayer realiza una acción postal, Lo Normal, figura 5 en la que ironiza sobre los patrones sociales de la normalidad del deseo sexual desde una parodia de encuesta. La sociología y el mail art intervenían así como metodologías para elaborar propuestas evidentes y confrontativas que exponían las normativas que rigen el deseo femenino (y también masculino). Por otra parte, junto a Maris Bustamante, emprendía una parodia que descalzaba la maternidad. Fundadas en el desplazamiento de funciones y en la partición del cuerpo único que habilitaron otras formas de pensar el cuerpo, ellas lo aplicaron a la maternidad. Hicieron de ésta, mandato biológico encadenado al amor femenino infinito y sin conflictos, prácticamente un mecanismo. Desarmaron el cuerpo separando el vientre y también todos los síntomas corporales del embarazo.

Identificaron subjetividades que convirtieron en polvos y amuletos que suplían la ausencia de los sentimientos asociados a una condición hormonal. Con esta suerte de boîte-en-valise elaboraron dispositivos para la llevar adelante la performance de ser “madre por un día”.
Pero no una maternidad gozosa y estereotipada, sino aquella que evidenciaba el tormento de cargar el peso del hijo sobre el cuerpo, los mareos, los malestares físicos. En esta parodia la maternidad se convierte en un dispositivo despojado de naturaleza, un manual y un instrumental que negaban la condición biológica y que anticipaban la revolución burguesa de los cuerpos, contemporáneamente emancipados de los roles sexuales y sociales a partir de la legalización del matrimonio igualitario, pero no del mandato de la familia. En 1986 ellas anticipaban gran parte de la agenda que separa deseo de biología.

Dos casos más me sirven para aproximar al lector a esta cantera de poéticas que involucraron la reformulación de los cuerpos producida con el giro iconográfico que caracterizó estas décadas y que llevaron adelante artistas mujeres involucradas en la violenta realidad latinoamericana de las dictaduras.
En 1983 la artista uruguaya Nelbia Romero presentaba, en un Montevideo bajo dictadura, la obra Sal-si-puedes. Remitía y re escenificaba la masacre de los indios charrúas, perpetrada en el proceso de consolidación del territorio nacional de la república del Uruguay. Lo hacía desde el cuerpo, su propio cuerpo involucrado en una performance que escenificaba los distintos momentos que habían conducido al engaño que concluyó en la masacre indígena; lo hacía también desde los manequíes partidos y chorreados de pintura roja que acumulaba en la parte posterior de su instalación; lo hacía, finalmente, desde las alusiones a Guyunusa, una indígena trasladada a Paris, embarazada, expuesta la mirada del público y de los científicos curiosos por saber como daban a luz esas personas extrañas (los indios charrúas arrasados por la colonia primero y por las repúblicas independientes después). La represión indígena replicaba la represión contemporánea que cotidianamente la dictadura uruguaya ejercía sobre la ciudadanía. Se trataba de una obra resistente a la dictadura en tanto recurría a un lenguaje que permitía saltar los cercos de la censura pero al mismo tiempo decir, expresar, ante una comunidad que compartía códigos de comprensión. La obra fue sentida por muchos como de extrema evidencia. Representar cuando la imagen está bajo control es un acto de insubordinación y una forma particular (admito que subjetiva) de resistencia.
En el contexto de la dictadura chilena Paz Errázuriz fotografió prostíbulos travestis. Nos aproximó a la vida del prostíbulo, a sus habitantes, a sus contactos, y a la transformación operada por la noche. Las series que publicó en su libro La manzana de Adán (1990) Imagen 10 fueron realizadas en 1983. En las páginas de este libro se accede a una textura emotiva que desregula los prejuicios que nuestra imaginación socialmente condicionada haya podido tejer en torno a la prostitución travesti. Ella vivió con ellas, durmió en sus camas, usó su cocina y su baño y ganó su confianza: el privilegio de conservar en las fotografías esas condensaciones de intimidad. Ellas caminan con vestidos por la casa pobre, se tocan, posan, se maquillan, mutan. Paz leyó y tradujo las cartas que Pilar envió a Mercedes, su madre, escritas en inglés, dictadas a Kamur, su amante Bengali, desde la cárcel de Frankfurt. Pilar, su hijo travesti apresado en Alemania que escribe a su madre en Santiago. Ni Pilar ni Mercedes saben leer ni escribir. Al leer estas cartas Paz Errázuriz eliminaba la distancia, el analfabetismo, la desesperación. Su lectura permitía reconstituir el amor del lazo familiar y el afecto. Esto sucedía en dictadura, en uno de los sectores sociales más afectados por la violencia militar y policial. Lo sensible cotidiano y amoroso se instalaba por un instante en el momento performático de la lectura.
Estos casos permiten poner en paralelo experiencias latinomaericanas. Brevemente señalé su inscripción histórica y sus contextos. Las imágenes a las que me refiero desarmaron muchos estereotipos respecto de la normalización de los cuerpos. Apuntaron contra los presupuestos publicitarios que liberaba tiempo en la mujer sin fragmentar las certezas respecto de su propio cuerpo. En estas obras se cuestiona la poética de la maternidad en su relación con el cuerpo biológico, se pone en evidencia la exclusión violenta sobre la que operaron los movimientos de independencia fundadores de estados que reprodujeron el orden colonial del control de los cuerpos, se expone un proceso de investigación de sensibilidades y cuerpos doblemente castigados (por la sociedad y por la violencia policial). Volver a este repertorio durante años desplazado, incluso oculto, no sólo permite acceder a otras tramas de la historia, sino también a una economía política de los cuerpos que en esos años se operaba y que estas obras conservan como repositorio históricamente situado y al mismo tiempo anacrónico, cuya potencia se intensifica cuando se lo interroga desde el presente.